Un hombre que caminaba por un descampado, buscando dónde pasar la noche. No le sobraba el dinero, pero anhelaba un techo y un poco de descanso. No pedía lujos; con una cama sencilla y un baño compartido, ya se sentía afortunado.
A lo lejos, divisó un hotel con un cartel que captó su atención: “Venga, duerma, coma y beba lo que desee… La cuenta la pagan sus nietos”. decía el letrero.
Sus ojos se iluminaron. Con paso firme y una chispa de esperanza, entró al hotel con la cabeza en alto y una chispa de entusiasmo dijo:
– Buenas tardes, ¿me podría dar la mejor habitación que tenga?
– ¡Por supuesto! – respondió el recepcionista, con una sonrisa amable.
Lo condujeron a una suite impresionante: un jacuzzi reluciente, una piscina interior resplandeciente, una pantalla enorme… El hombre no podía creer lo que veía. Se sentía en el paraíso.
– ¿Podría traerme la carta, por favor? – pidió emocionado.
Ordenó lo más costoso: salmón con papas duquesa, de postre un Frozen Haute Chocolate, y para acompañar, una copa del exclusivo Dominus Estate 2019, el mejor vino del lugar.
Disfrutó cada instante. Comió, bebió y descansó como un rey. Al amanecer, empacó sus cosas, satisfecho, con una sonrisa dibujada en el rostro. Pero al salir, el recepcionista corrió tras él.
– ¡Señor, señor! ¡La cuenta!
El hombre se detuvo y, sonriendo con picardía, respondió: «¿La cuenta? La paga mi nieto. Así lo decía el cartel: La cuenta la pagan sus nietos”.
El recepcionista asintió, pero su expresión se tornó seria.
– Sí, señor, lo entendemos perfectamente. Sus nietos pagarán esta cuenta. Pero antes… usted debe pagar todo lo que consumió su abuelo. Y aquí tiene la factura.
Los valores y deudas que dejamos
Esta historia, más allá de su aparente sencillez, nos invita a una profunda reflexión generacional: ¿Qué mundo, qué valores y qué deudas estamos dejando a nuestros nietos? ¿Qué agradecerán y qué tendrán que pagar sin haberlo pedido?
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Todos heredamos algo. Algunas herencias son una carga, otras, alas. Algunas pesan; otras, impulsan. Como dijo William Faulkner: “El pasado no muere nunca. Ni siquiera ha pasado.”
O como lo llamó Freud: la compulsión de repetición, ese intento del inconsciente de revivir lo que aún no ha sido resuelto. Entonces, ¿Cuánto dejamos sin resolver? ¿Cuánto enfrentamos hoy para que ellos no tengan que hacerlo mañana?
Esta historia no habla solo de generaciones. También nos habla de dos personas que habitan dentro de cada uno de nosotros: el yo del presente y el yo del futuro.
El divulgador Gerry Garbulsky lo expresa con claridad: “Una forma de distinguir entre buenos y malos hábitos está en quién paga el costo y quién recibe el beneficio. Un buen hábito es aquel cuyo precio lo paga el yo de hoy, pero cuyo beneficio lo disfruta el yo del mañana. En cambio, un mal hábito es aquel que el yo actual disfruta, pero el yo futuro paga”.
Numerosos estudios han revelado algo sorprendente: para nuestro cerebro, el “yo del futuro” se parece más a un desconocido que a uno mismo. En un experimento, al observar la actividad cerebral mediante resonancia magnética, los científicos pidieron a los participantes pensar en sí mismos, luego en un extraño, y finalmente en su yo dentro de un año. Increíblemente, las áreas cerebrales que se activaban al pensar en el yo futuro eran más similares a las que se activaban al pensar en otra persona.
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¿Qué significa esto? Eso significa que, para el yo que está decidiendo hoy, el yo del futuro es casi un desconocido. No lo sentimos cercano, no lo vemos como alguien real. Y por eso, muchas veces, no nos duele dejarle las cuentas por pagar, las heridas por sanar, los errores por corregir. Le dejamos la hipoteca de nuestras decisiones, como si no fuera con nosotros.
Pensemos por un instante: cuando hoy se elige algo -una excusa, un descuido, una gratificación inmediata-, ¿estás pensando en el vos de mañana como alguien a quien quierés cuidar? ¿O simplemente lo empujas a un rincón, esperando que se las arregle solo?
La verdad es que ese yo del futuro eres vos también. Es tu cuerpo, tu mente, tu paz, tu camino. Y sin embargo, lo tratamos como a un extraño. Pero algún día, ese yo va a despertarse. Y va a tener que vivir con todo lo que hoy decidamos dejarle. Lo bueno y lo malo.
Tanto generacionalmente como personalmente, estamos cosechando lo que otros sembraron. Y si es así: ¿Qué agradeces hoy a tu padre y madre, abuelos y abuelas? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para que hoy puedas decir: “gracias”? ¿Qué hicieron para que hoy tu vida sea un poco más fácil gracias a ello? ¿Qué le agradecerías a tu yo del pasado por todo aquello que logró, construyó o aguantó para que hoy seas quien eres?
Las cartas a nuestros Yo
Te invito a hacer un ejercicio poderoso, inspirado en el libro “Una vida que valga la pena”. Se trata de escribir dos cartas.
Primera carta:
Escribe una carta a tu yo del pasado.
Agradécele por un acto concreto de esfuerzo, valentía, disciplina o amor propio -algo que haya sido ganado, no regalado- y que hoy marque una diferencia en tu vida.
Respirá profundo.
Pensá en todos los regalos que ese “yo” anterior te dejó.
Si alguien más te hubiera dado tanto, ¿no le dirías gracias?
Esta es tu oportunidad.
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Segunda carta:
Escribí una carta a tu yo del futuro.
Imagina que está dentro de un año, cinco, diez. Contale qué inversiones estás haciendo hoy para su bienestar: en salud, educación, finanzas, relaciones, propósito…
Piénsalo como un acto de filantropía, con la particularidad de que el beneficiario… eres vos.
Aún no lo conoces. Pero lo estás construyendo hoy.
El pasado nos habla. El futuro nos observa. Y el presente… tiene la pluma. Escribí la mejor historia que puedas, para que a tu yo del futuro no le quede más que aplaudir.
Buen fin de semana.
(*) Rafael Jashes – Rabino