Durante años, cada cierto tiempo, soñé con esto: que estoy en la casa de mi abuela para buscar unos cuadernos, y en forma inesperada ella está ahí. “No puede ser”, pienso dentro del sueño, si ya debe estar muerta. Es una certeza no confirmada. Entro a su cuarto y la veo en la cama, en desabillé, un poco más vieja que la última vez. Me habla como si nada pasara. Me apuro a darle un abrazo de piel gastada, huesudo, que hace clac; le robo a ese sueño el último abrazo que nunca le di, que duele y con el que me despierto. “No puede ser”, pienso, si nunca supe cuándo murió.
La abuela China había nacido en el Centenario así que tenía, apenas, cien años menos que el país. Le gustaba que la visitara los sábados, la radio siempre en AM, en algún programa de tango. Como ya no escuchaba tan bien y usaba audífonos, se llevaba la parte del parlante al oído, como un rapero de los ‘80.
Carta. Felicitación sin regalo para Rodolfo Serio porque la abuela no tenía dinero.No era mi abuela en el sentido biológico, era la madrina de mi mamá. Mis padres me tuvieron grandes, así que fue la única que conocí, a la única persona que le dije “abue” alguna vez. Se recibió de abuela cuando me enseñó a jugar a la casita robada y nos pasábamos tardes enteras con la baraja, construyendo con tiempo lo que los lazos sanguíneos no habían dado.
Diciembres y cumpleaños compraba en la librería una tarjeta de Navidad y me la entregaba, con sus buenos deseos y sin una falta de ortografía. Ponía en el sobre un billete de veinte pesos, veinte dólares en aquel momento, el diez por ciento de su jubilación.
Su infancia fue difícil: su madre había muerto joven y su padre, borracho, había intentado abusar de su hermana y de ella, de las dos, al mismo tiempo. La hermanita, que tenía tuberculosis, logró zafarse, pero el hombre, en el forcejeo, le reventó un pulmón. Falleció. A los 8 años su madrastra la hizo dejar el colegio y la puso a trabajar en dos casas. En una limpiaba y cuidaba a un nene, en otra hacía los mandados. Los dorados años veinte no habían sido tan dorados para ella.
Desde bebé. Rodolfo Serio con la abuela “China”, recién nacido. El afecto continuó siempre.La abuela vivía en Pompeya, adonde no te quieren llevar los taxis. Siempre estaba luchando contra las hormigas del patio, con el audífono que se le rompía, con las pilas de la radio. Tan entera parecía después de haber pasado por tanto. Todo esto jamás me lo contó. Prefería hablarme de los juegos mecánicos del Parque Japonés y de que se había bañado en las aguas de la Costanera Sur en algún verano, algo que me parecía casi ciencia ficción. Con ella jugué a la perinola con monedas de cinco y diez centavos. Creo que no se me ocurre una palabra ni un objeto más de abuela que ese: la perinola.
La abuela China tenía en el comedor una estampita de San Cayetano, pegada a la pared con curitas porque ya no encontraba la cinta scotch. Se quejaba del champú, que no hacía espuma, pero en realidad es que trataba de enjabonarse con el acondicionador: ya no distinguía los envases.
Nunca supe por qué le decían “China”. No se lo pregunté, no supieron decime. Nadie la llamaba por como se llamaba: Ernestina. Todos le decían así: “China”. Tenía una caligrafía exquisita, ya un poco temblorosa a su edad. Alguna vez pregunté por qué escribía así, si solo había llegado hasta segundo grado. Mi madre, su ahijada, que es espírita y cree en la reencarnación, tenía su propia teoría: “estoy segura de que en una vida anterior fue otra cosa”.
Esa “otra cosa” quería decir que había recibido en otra vida una educación mejor. Y lo fundamentaba no solo por la forma de escribir: la abuela era muy inteligente y leyó mucho mientras pudo. Le gustaba la música clásica, aunque nadie en su familia la escuchara. “Le gustaba el cine, pero no cualquier cine: las películas con Ingrid Bergman, Víctor Mature o Gregory Peck, que me llevaba a ver el “día de damas” (los miércoles) en el cine de la avenida San Juan”.
Cuando la visitaba los sábados, la abuela China iba hasta el bargueño y sacaba dos copitas de cristal turquesa que, entiendo, estaban reservadas para las ocasiones especiales. De un cajón de madera lustrada con una manija de bronce, el mismo en el que guardaba un diccionario Espasa, sacaba una petaca con licor de café al cognac. Servía para ella y también para mí: “para el frío”, me decía, aunque fuese verano. Las llenaba casi hasta arriba, las chocábamos suave y fondo blanco. Ni una sola vez la vi borracha, simplemente era su forma, algunas veces, de encarar lo que quedaba del día. “No le digas nada a tu mamá”, decía, y guardábamos el secreto en el bargueño. Era nuestra travesura: yo no tenía más de catorce años, ella iba camino a los noventa.
Lo único que quería la abuela para sus últimos tiempos era un poco de compañía. “Todos los días le pido a Dios que me lleve”, me decía. Era un tango hecho persona. Y yo hacía como que no la escuchaba, aunque su frase se sintiera como un pelotazo en la cara. Siendo más chico había descubierto que su cuñada le robaba. Una vez me escondí detrás de una puerta y escuché como abría el cajón, el mismo de la petaca y el diccionario, en el que también estaba el monedero. Mientras la abuela se iba a poner el agua para el mate, la cuñada lo abría y sacaba. Una vez se le cayeron las monedas y no hizo a tiempo a juntarlas. En el piso quedó la prueba. Pero la abuela no era tonta y ya sabía. “Si le digo algo, no viene más”, nos sorprendió. La abuela elegía cuánta plata dejaba en el monedero. Era como un pago, un pacto silencioso, por la compañía.
La abuela llamaba “el rinconcito de los jubilados” al sector de la cocina en el que almorzaba, sola, todos los días. Por momentos arquetípica, por momentos singular. A veces conectaba unos auriculares al televisor y lo escuchaba como si fuera un walkman. Esperaba ansiosa la columna previsional del noticiero, anhelando alguna buena noticia que nunca se hacía presente. Era peronista, católica y de Boca. Más porteña que una fainá. Le gustaba Norma Plá. También creía en los espíritus y mi mamá siempre dijo que era medium, pero que no “ejercía”. Todas las noches rezaba el rosario y dejaba los dientes postizos en un vaso con agua y bicarbonato.
La abuela tenía una amiga de su edad, la última que le quedaba viva y que ya no la visitaba. Vivía en alguna parte del conurbano. La amiga tenía una hija, que sí venía cada tanto. Un día llegó con una propuesta: llevársela a vivir con ellas.
La abuela China aceptó.
—Lo hace para que le firme un poder y quedarse con la pensión —me dijo mi mamá en cuanto lo supo. Seguro que ya tiene arreglado para seguir cobrando cuando se muera.
—¡No podés dejar que se la lleve! —la peleé.
—No puedo hacer nada. No soy la hija —se resignó antes de dar batalla. No te metas, agregó. Es manzanera y el hermano es comisario.
—¿El hijo no va a hacer nada?
—El hijo quiere que se la lleve porque pronto no va a poder valerse por sí misma, así no tiene que tenerla él —me dijo. El hijo era uno de esos remiseros cascarrabias enojados con la vida, aparecía solo a principio de mes y en las fechas de aguinaldo, quejándose de que no tenía plata, y la abuela le daba cincuenta o cien pesos, que en ese tiempo, era un montón.
Cuando mi papá se volvió loco -era bipolar- y nos echó a mi mamá y a mí de nuestra casa, la abuela nos recibió. Tenía ocho años. Hasta que salió una sentencia que nos permitió volver a nuestro hogar, vivimos con ella. Pero la abuela y mi mamá tenían carácter fuerte las dos y la convivencia no era buena. Se peleaban. En algún momento nos fuimos y casi dejaron de verse. Creo que si las cosas hubieran sido distintas, mi mamá hubiera intervenido para que no se la llevaran. Pero no hizo nada, al fin y al cabo, la abuela quería irse con su amiga.
Conurbano, manzanera, comisario. Era apenas un adolescente y la suma de esas tres cosas me daba terror. No faltaba mucho para que la policía forzara a tres pibes a que se tiraran al Riachuelo. Un día fui a la casa y ya no estaba, de una semana a otra, ya no estaba. Uno casi nunca sabe cuándo va a ser la última vez que ve a alguien. Nunca supe adónde fue, ni siquiera tenía el número. El nombre de la persona era demasiado común para encontrarla en la guía telefónica, y además, ¿en qué localidad?
Intento recordar cuándo la dejé de ver: el mes, el año, algo, pero la memoria se empantana. Voy hasta las tarjetas que me daba, solo encuentro algunas. Recuerdo muchas cosas sobre ella con precisión y justo en esa parte, como esos rollos de fotos que se velaban, el recuerdo se arruina. Nunca nadie nos avisó cuándo murió. ¿Por qué no la busqué cuando fui más grande?
¿Cuánto tiempo habrás vivido, abuela, en qué condiciones? ¿Te habrán sedado para que duermas, te habrán atado para que comas? ¿Habrás conocido ese borde de la existencia en el que el cuidado y la tortura se parecen demasiado? ¿Fue la libertad un precio justo por la compañía? ¿Habrá sido todo un prejuicio mío y habrás vivido más o menos feliz tus últimos días?
—Tiene empuje porque es de Aries —decían de ella, siempre buscando en algún afuera las respuestas. Pero yo veía el ímpetu que le brotaba desde adentro aunque en el último tiempo hubiera empezado a resquebrajarse. Tantas veces la vida la quiso tronchar y no pudo. Nunca llegué a decirle que la admiraba.
Pasaron tantos años y todavía la pienso. No me animé a averiguar la fecha de defunción en algún registro. Supongo que habrá alguna manera de hacerlo pero nunca tuve la fuerza. Escribir sobre ella me permitió drenar parte de la angustia pero todavía hay algo que no cierra. ¿La abandoné a su suerte? ¿Hubiera podido hacer otra cosa? “La abuela tenía cataratas y usaba unos lentes enormes, de marco verde y vidrios gruesos, que hacían parecer chiquitos a sus ojos. Se reía con carcajadas de vieja, de esas que siempre terminan en un suspiro de tristeza”, escribí en mis textos.
De vez en cuando aparece el sueño: mi psicóloga dice que es la culpa, el inconsciente pasando factura, algo adentro mío que quiere que me perdone por no haber podido hacer, por no saber cómo, por no haber estado.
Mi mamá dice, en cambio, que es el espíritu. Que la abuela China está ahí y en sueños puedo visitarla, como en un viaje astral: todavía no se dio cuenta de que está muerta. Aún sigue atrapada en su casa, cerca del bargueño, con su desabillé de poliéster que ya hizo bolitas, con su colonia de frasco grande -esa que usan las viejas-, con las fotos carnet de sus seres queridos debajo del vidrio de la mesita de luz, al lado de algún santo. Con sus copitas de cristal turquesa, con su petaca de café al cognac, esperando que alguien, por fin, la visite.
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Rodolfo Omar Serio. Escritor, nació en la parte sur de Buenos Aires, entre concesionarias de autos y barrabravas. Se interesó por la literatura gracias a Truman Capote y, desde entonces, no paró de escribir. Su novela “Los machos se duermen primero” fue finalista en la Bienal de Arte Joven ‘17 y publicada por Omnívora Editora, con varias reimpresiones. También publicó un libro de cuentos “Wagner, mi malandro” (Trench), y otra novela, “Los brasileros”, elegida en la lista corta del premio Filba-Medifé. Disfruta de las madrugadas por la ciudad semivacía, la música electrónica y las discusiones acaloradas por cosas que ya no le importan a casi nadie.