El triunfo de Donald Trump fue tan contundente como irónico. El presidente electo ganó el sufragio popular, los siete estados decisivos y el Colegio Electoral casi sin sumar votos respecto de su última elección.
Trump obtuvo, hasta ahora, 74,3 millones de sufragios, apenas 110.000 más que en 2020, cuando cayó ante Joe Biden. Ese puñado de miles de votos le bastó para ejecutar el martes pasado uno de los regresos políticos más increíbles de la historia contemporánea, mientras que en 2020 más de una decena de millones de sufragios no le alcanzaron para la reelección.
Ese año, el entonces mandatario logró algo que pocos otros candidatos republicanos habían alcanzado antes: añadió 11,3 millones de nuevos votantes a su base electoral en comparación con 2016. Ese éxito no fue suficiente para derrotar a Biden, que a su vez registró 15,5 millones más que Hillary Clinton cuatro años antes.
Los comicios de 2020 fueron los de mayor participación en más de un siglo en Estados Unidos. Pero, este año la afluencia cayó unos cinco puntos y -ya lo dice la historia electoral norteamericana- a menos movilización, derrota demócrata.
Si Trump apenas sumó votos, Kamala Harris y su partido sufrieron una hemorragia de seguidores. De los 81,3 votos recibidos por Biden, se derrumbaron este año a 70,4 millones.
Aún faltan contar el 35% de los sufragios de la ultrademócrata California, por lo que el oficialismo podría aumentar su caudal de sufragios, pero no lo suficiente como para desarmar una verdad evidente: al menos en números, fue mucho mayor el desencanto demócrata que el atractivo republicano.
La explicación está en la capacidad de Trump y de su campaña de martillar sin pausa sobre los dos temas que más agobian a los norteamericanos –el costo de vida y la inmigración– y en la imposibilidad de los demócratas de escuchar el malestar de los trabajadores. Pero también está en algunos fenómenos que hoy definen la política y la economía global y dividen a sus sociedades.
Ya parece una perogrullada, pero los oficialismos del mundo no logran resistir la impiadosa ola de impaciencia, enojo y desigualdad que surca la década y el planeta. Guerras, pandemias, cambio climático y aceleración tecnológica cavaron una huella de inflación, salarios retrasados, bajo crecimiento y precariedad laboral que agobia el presente y destiñe el futuro de los habitantes de decenas de países del mundo.
La insatisfacción y la furia económica motorizan derrotas oficialistas sin importar el tamaño, la influencia o la robustez institucional de la nación. En este noviembre, casi tan sorprendente como el sólido triunfo de Trump fue la victoria poco anticipada de la oposición en Botsuana, que destronó a un oficialismo que estaba en el poder desde la independencia del país, hace seis décadas.
En Estados Unidos, fue la inflación que, aun cuando ya se haya reducido, dejó un rastro de precios altos y heladeras sufrientes. En Botsuana, fue la economía rota y un desempleo cercano al 30%.
Este año fue recibido como una prueba para la democracia y para los oficialismos por su inusual cifra de comicios, un “mundial electoral” que convocó a las urnas a miles de millones de personas y que definirá la política global de la próxima década.
Un repaso detallado de 35 comicios presidenciales, legislativos y regionales indica que los oficialismos y la democracia casi no pasan el examen.